Alfredo Rodríguez (Madrid, 1976), revisa la idea del tiempo congelado propia de
la fotografía. La exposición Solve / Coagula apunta a mecanismos de
transformación relacionados con una fuerza que dispersa y otra que concentra.
Presenta series en los que se acerca a un estado de tensión entre lo que
permanece y lo que desaparece.
Dice verdad quien dice sombra.
[Una meditación provisional a partir
de un encuentro con Alfredo Rodríguez].
Fernando Castro Flórez.
Había acudido a visitar a un
"fotógrafo" que tuvo la lucidez de comentar, apenas unos minutos
después de saludarnos que "nunca me hizo falta la fotografía".
Sentado en la terraza que le sirve como campo
de operaciones o laboratorio de encuentros y metáforas objetuales,
fue desgranando su proceso con un discurso apasionante. Después de haber
investigado a fondo las cualidades del papel, esto es, de conocer como se
restaura ese material comenzó a plantear una revisión de los procesos
fotográficos antiguos para darse cuenta de la importancia que tiene controlar
la luz. Más que decidirse por la estética de losrayogramas, lo que ha planteado es una poética indagación sobre
los fundamentos físico-químicos de la obra de arte. La materialidad de la fotografía le
ha llevado tanto a experimentar con las técnicas de generar imágenes sin cámara
cuanto a coleccionar cámaras antiguas, a imprimir y generar negativos o a
trabajar obsesivamente con el archivo. Afirma categóricamente que "todo es
cuestión de química" pero no de cualquiera sino de esa que sintetiza en la
fórmula "Solve et coagula"; esta remisión al principio alquímico,
estudiado por Jung, de la transformación tiene que ver con una concepción de la
naturaleza como unidad en la que todo interactúa. Difusión y densificación,
leyes analógicas que tienen que ver con la entropía pero que este artista
asocia también a la sedimentación de la imagen y a su capacidad para hacer
referencia al pasado. En cierta medida, su trabajo funciona como una memoria en
mutación gracias a la que recrea lo ruinoso, sublima momentos, fija sucesos
aparentemente marginales, trasmuta lo desecho en poema. Si, por un lado, borra
e incluso tergiversa la realidad, por otro, consigue materializar la Cosa Real , en el sentido
lacaniano, accede a una dimensión donde la angustia queda resulta en una
identificación con lo traumático o con aquello que produce el goce excesivo.
Alfredo Rodríguez es consciente de que la imagen puede dar muchas vueltas y así saca partido de los procesos que le van ofreciendo distintas huellas. La suya es una estética de matices y sedimentos, donde los fragmentos y sucesos están congelados, adquiriendo las obras una tonalidad que tiene algo de siniestro (en el sentido freudiano: algo familiar que se ha vuelto extraño por causa de una represión) pero también de esotérico. Este artista va, en todo momento, más allá de lo anecdótico, en pos de lo que podría calificarse, empleando terminología jungiana, como lo arquetípico. En sus piezas, dotadas de una rara intensidad, laten cuestiones como las de la sincronicidad o causalidad, la telepatía y la sintonía, pero como elemento vertebral aparece la obsesión de la sombra. Jung consideraba que los arquetipos que con mayor frecuencia e intensidad influyen sobre el yo son la sombra, elanima y el animus: "la figura más accesible a la experiencia –leemos en Aion. Contribución a los simbolismos del sí-mismo- es la sombra, cuya índole puede inferirse en gran medida de los contenidos del inconsciente personal". Si, por un lado, es expresión de lo negativo, también en esas obsesiones que recoge la sombra se encuentra una potencia, adquiere la forma de la emoción que no es una actividad sino un suceso que a uno le sobreviene. La sombra es, en esta clave, una proyección emocional que parece situada sin lugar a duda en el otro. El resultado de la proyección es un aislamiento del sujeto respecto del entorno, en cuanto se establece con este una relación no real sino ilusoria. Por medio de la sombra se encarna precisamente una realidad, un rostro desconocido, cuya esencial permanece inalcanzable. El sujeto se manifiesta por medio de esas sombras que ha conseguido fijar en el muro (la mítica historia de amor, distancia y melancolía que narra Plinio en su Historia Natural como origen mítico de la pintura), el arte empieza como tacto del deseo ausente. Ese contorno de la sombra de un hombre (omnes umbra hominis lineis circumducta) sirve para articular una metafísica de la imagen como presentación de lo ausente, reelaboración de lo erótico perdido en el recuerdo.
Las sedimentaciones, al modo de los rayogramas, de Alfredo Rodríguez remiten a momentos y objetos encontrados, sean unas ramas o materiales arruinados, elementos que en vez de caos sugieren una voluntad de imponer orden. Da la impresión de que son las mismas cosas las que se modelan entre sí, como si geometría fuera una pasión del mundo que nosotros contemplamos hechizados. En un proceso de maduración temporal, va fotografiando las fotografías, asistiendo y facilitando la degradación de la imagen, provocando más que lo abstracto una cualidad física erosionada. El cristal negro y roto de una mesa sirve como "motivo" para una variación formal e imaginaria prodigiosa que hace que sea un monolito tornasolado o una forma monumental y al mismo tiempo efímera. Ese material en equilibrio precario nos interpela como un espejo en el que no podemos reflejar nuestro semblante. Ahí encuentro una modulación de aquel "sol negro" de la melancolía que Kristeva analizara con penetración admirable, al mismo tiempo que en el soporte de la imagen late aquella dimensión del "pliegue según pliegue" que resuena en mi memoria en clave deleuziana. El arte sombrío de Alfredo Rodríguez dota de luminosidad a lo negativo, dota a la doblez de la dimensión del secreto pero también nos invita a un diálogo íntimo, seduce con su sencillez que es heredera de aquella constatación, realizada por Paul Valery, de que "lo más profundo es la piel".
Las capas materiales y los sedimentos fotográficos, con su hipnótica presencia,
nos emplazan en la construcción de la "imagen-recuerdo". En una de
las obras de esta exposición, Alfredo Rodríguez parte de una fotografía casual
de una mujer ensimismada bailando; se trata, como en La cámara lúcida de Barthes, de
un fragmento de una historia amorosa que, toda experiencia pasional, puede
estar atravesada por la melancolía y la experiencia de la pérdida. El proceso
de punctualización va
haciendo que lo real pierda, aparentemente vivacidad y lo visto ingrese en las
brumas del recuerdo. El aura es ya el aire que resta (sobra o falta), el tono
de lo acontecido está expuesto y disuelto como una canción que habla
explícitamente de la "desaparición". Alfredo Rodríguez realiza un
"trabajo sustractivo" que, paradójicamente, tiene como finalidad
hacer que la imagen perviva en el recuerdo, sus obras son imágenes temporales,
impresiones húmedas, sedimentos extraños, rastros de situaciones exaltadas,
figuras de la pasión que producen empatía. A veces fotografía la pantalla del
ordenador o deja que aparezcan fechas que introducen la anomalía de aquello que
es poéticamente anacrónico. Ante una obra realizada con piel de cerdo hablaba
del proceso que hizo que "no quedara ninguna imagen" como si lo que
necesitáramos no fuera otra cosa que una liberación icónica o un ingreso
definitivo en la amnesia. En esa "reducción" no había nada de
nihilismo amargo sino una confianza en el azar, un placer epidérmico y
radicalmente humano, el deseo de que la sombra revele (palabra algo más que
fotográfica) la verdad.
Esta
que suscribe confiesa no haber entendido nada de la meditación provisional de Fernando
Castro Flórez. No obstante la dejo interesada porque en “Tomates en el balcón”
sabemos que nuestros lectores son más inteligentes (sonrisa). La fotografía de Alfredo Rodríguez nos encanta
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