La primera visión que despierta
este nombre es la que ha promovido la industria cosmética. De hecho,
inmediatamente pensamos en colores y cremas aplicados en la piel para modificar
su aspecto, realzando las facciones o caracterizándolas por motivos rituales o
dramáticos. En la vida cotidiana, todo maquillaje subraya la originalidad de
quien lo usa, oculta sus defectos físicos, y a la vez, le sirve como lenguaje
no verbal. ¿Pero es dicha práctica un fenómeno reciente? ¿O más bien se trata
de algo que acompaña al ser humano desde la noche de los tiempos?
Desde un punto de vista
antropológico, el maquillaje posee dos funciones esenciales. Por un lado, es
una forma de adornar el rostro u otras partes del cuerpo para identificar al
individuo como miembro de un grupo o tribu. Por consiguiente, no hay grandes
diferencias entre una joven occidental que sigue la moda y colorea sus ojos
según ese patrón coyuntural, y la pobladora de la selva ecuatorial que tiñe su rostro
con pigmentos vegetales. Ambas están declarando, mediante esos colores, que
pertenecen a una determinada sociedad. En su lenguaje corporal, resaltan que su
identidad forma parte de un grupo capaz de crear modas específicas o de adornar
su piel con ciertas tonalidades originales. Por otra parte, el maquillaje sirve
para resaltar la individualidad dentro de ese grupo específico. Los colores del
maquillaje son un símbolo de status. Por ejemplo, cuando un indio txucahamei
del Brasil se maquilla, da testimonio de su condición de guerrero: con el
rostro teñido de rojo intenso y negro comunica que es hombre, que pertenece a
la tribu, que está en edad de luchar y que ha sido iniciado en ciertos
misterios religiosos; en suma, que ha alcanzado cierto rango social del cual es
distintivo el diseño de su cara. Algo muy semejante ocurre con las tribus
urbanas en las grandes ciudades europeas. Los jóvenes que se integran en esos
grupos pueden maquillarse de un modo determinado, identificándose como miembros
de esa colectividad y, ante todo, manifestando su rebeldía frente al aspecto
uniforme que caracteriza a sus conciudadanos, menos rebeldes y atrevidos en su
atuendo.
En el caso de rituales
simbólicos, los maquillajes se emplearán para definir ritos de iniciación, como
sucede con la pintura blanca que se aplican los aborígenes australianos. Cuando
el rito tiene como fin la ruptura temporal de las convenciones sociales, el
maquillaje se convierte en un estridente sistema de comunicación, alejado de
todo gregarismo, como ocurre en los carnavales. Y, finalmente, cuando la
actividad social tiene por fin la dramatización de algún hecho, los individuos
caracterizan sus facciones para encarnar otras personalidades. Así sucede, por
ejemplo, en ciertas danzas folklóricas o en las representaciones teatrales.
En definitiva, todos ellos
emplean los cosméticos para entrar en sociedad y, sin necesidad de palabras,
hacer comprender a sus semejantes determinadas peculiaridades de sí mismos.
Fuente “The Cult”: Tal y como se
deriva de la observación de grupos sociales con una mínima tecnificación (los
aborígenes australianos, los bosquimanos surafricanos o los yanomamis de las
selvas venezolanas), el maquillaje parece haber estado presente en las
relaciones humanas desde la prehistoria. Los primeros pigmentos aplicados en la
piel seguramente tuvieron la misma utilidad que las máscaras, es decir,
sirvieron para adoptar ciertas personalidades en ritos propiciatorios o
iniciáticos. A ese carácter mágico fue añadiéndose un deseo de belleza que
también parece ligado a la personalidad humana desde tiempos remotos. Pinturas
de origen vegetal y mineral fueron empleadas para teñir determinadas zonas del
rostro, resaltando la feminidad o masculinidad, el status social o el papel
desempeñado en determinadas ceremonias. Los hombres y mujeres de la
civilización egipcia fueron conocidos por su refinado uso de los cosméticos,
puesto en evidencia en las diversas muestras de su arte, particularmente en los
retratos de los faraones que aún se conservan. Los avances egipcios en el campo
de la cosmética tuvieron su prolongación entre los romanos. Este refinamiento
de las civilizaciones antiguas contrasta con la extrema seriedad del Medievo
cristiano, que limitó de forma extraordinaria los afeites para el
embellecimiento artificial.
No ocurría lo mismo en lugares
como Japón, donde las mujeres blanqueaban sus rostros, teñían de negro sus
dentaduras, depilaban completamente sus cejas y empolvaban sus nucas, en una
muestra sofisticada del maquillaje usado entre la jerarquía dominante de aquel
país.
Sin embargo, el uso de polvos
para aclarar la piel no fue exclusivo de Oriente. La práctica de blanquearse el
rostro, de moda en la Europa del siglo XVIII, tenía como propósito mostrar el
nivel social de las personas, pues sólo aquellos individuos que realizaban
trabajos manuales sufrían el efecto de los rayos solares, en tanto que la buena
sociedad conservaba la palidez. En el París anterior a la Revolución Francesa
se dio asimismo el dibujo de lunares falsos, que podían determinar ciertos
mensajes según el lugar en que fueran situados.
Pero vamos a lo que nos interesa,
el maquillaje en el teatro. Desde que quedaron en desuso las máscaras, el
empleo del maquillaje en el teatro realista ha perseguido dos objetivos
fundamentales a lo largo de su historia: la caracterización del actor para que
se asemeje lo más posible al personaje que interpreta, y la visibilidad de esa
caracterización desde el patio de butacas.
Por ese doble motivo, la
estilización de los rasgos ha sido, desde antiguo, el elemento característico
del maquillaje teatral. Apliques, prótesis y postizos, unidos a diversas
pinturas, fueron los puntos clave de estos procedimientos. Con el tiempo,
materiales como el látex han ido incorporándose al repertorio de materiales
utilizables.
En el caso de las funciones
circenses, el maquillaje de los payasos pretende caricaturizar los rasgos de forma
cómica, perpetuando ciertos modelos físicos que tienen su origen en la Comedia
del Arte italiana.
La ópera china y el teatro kabuki
japonés también recurren a coloristas maquillajes, cuyas convenciones se
remontan a los orígenes de ese tipo de montajes.
Por su parte, la ópera occidental
cuenta asimismo con maquillajes característicos, que conservan la tradición de
ciertas figuras. Tales son los casos de Mefistófeles en la ópera homónima de
Arrigo Boito, y de los personajes principales de Turandot, de Giacomo Puccini.
Interesante, verdad. Otro días más
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